Desde adolescente, la fotografía me llamaba la atención de una forma muy particular. No era algo que compartiera mucho, pero había algo mágico en observar el mundo a través de un objetivo, incluso si en ese momento solo lo hacía con los ojos.
Recuerdo que en casa teníamos una cámara, y aunque me moría de ganas por usarla, tenía miedo de romperla. Así que, con mucho cuidado y casi en secreto, comencé a experimentar. Jugaba con la luz que entraba por la ventana, hacía fotos a objetos, a mis amigos, a mi perro… todo era un juego de prueba y error. Pero sobre todo, era una forma de ver la vida con más atención.
En ese mismo tiempo, me dio por hacer videos en YouTube. Contaba historias, hacía montajes, vídeos graciosos, incluso me ponía frente a la cámara a veces. Me encantaba la idea de contar algo que hiciera sentir o reír a otros. Sin darme cuenta, estaba aprendiendo narrativa visual, edición y ritmo… cosas que hoy son parte clave de mi trabajo.
De lo artístico a lo emocional
Al principio, me atraía mucho la fotografía artística. Me inspiraban esas imágenes que parecían salidas de un sueño, llenas de simbolismo, estética y composición. Me encantaba jugar con las sombras, con el color, con lo extraño. Pero en el camino, algo cambió.
Empecé a fotografiar personas. Primero amigos, luego conocidos, y pronto llegaron mis primeros clientes. Y ahí descubrí algo que me marcó: me encanta crear recuerdos. Fotografiar emociones reales. Contar historias desde lo íntimo, desde lo espontáneo. No hay nada como capturar un abrazo sincero, una mirada nerviosa antes del “sí, acepto”, la risa de una pareja en medio de su sesión de embarazo o la ternura de un bebé con apenas días de vida.
Hoy sigo buscando lo artístico en mis fotos, pero ahora también me mueve lo humano. No es solo hacer una buena foto: es congelar un instante que signifique algo para alguien. Y eso, para mí, es lo más valioso.